Hace muchos años vivían en un reino muy lejano un rey, una reina y su amada hija. Los tres vivían juntos en un castillo, y padre e hija disfrutaban todos los días jugando y riendo.
A medida que pasaban los años, la niña iba convirtiéndose en una joven muy guapa de cabellos rubios y cada día iba superando la belleza de su propia madre. Esta estaba muy orgullosa de ella y deseaba que se casara con alguien que realmente amaba, pero no pudo llegar a verlo. Cuando la joven iba a cumplir los quince años, su madre cayó enferma. Al entrar a sus aposentos y acercarse al lecho, su madre le dio su anillo de bodas y dos pendientes de plata. Además, la dijo que se casara con alguien que la hiciera realmente feliz, y a los pocos días murió.
El reino desolado lloró su marcha y las semanas fueron pasando hasta que quedó un año para que la joven de cabellos dorados cumpliera la mayoría de edad. Su padre, preocupado por el trono, la avisó de que tendría que encontrarle un marido adecuado para que le sucediera, y que el día de su cumpleaños haría una fiesta que duraría dos días para poder conocer a algún príncipe. La joven asustada por lo que su padre pudiera hacer estuvo pensando largamente cómo podría hacer que su padre recapacitara el que ella no quería casarse con alguien que no amaba. Durante varios días pensó hasta que se le ocurrió una idea.
Una mañana al desayunar le dijo que necesitaba un vestido para poder entrar en su fiesta, pero no un vestido común, sino que le pidió que fuera de la seda más bella y suave de las profundidades de la India. Su padre, algo desconcertado aceptó. Durante varios meses la joven no supo nada de dicha petición, hasta que un día su padre apareció con una caja enorme donde guardaba el vestido. No era ni más ni menos que la seda más bella que podía existir. La joven, preocupada, aceptó el bello regalo sin cambiar la idea de su padre, y siguió pensando esa misma noche. A los dos días se le volvió a ocurrir otra idea, le pediría otro vestido a su padre, pero esta vez sería tan dorado como el sol, y lo mismo ocurrió que la anterior vez: después de varios meses la entregó el vestido.
La joven ya no sabía qué más hacer para cambiar de idea a su padre así que, en contra de su voluntad decidió huir de su casa el día anterior a su cumpleaños. Únicamente cogió una maleta donde guardó los dos vestidos y el anillo y los pendientes de plata que tenía de su madre. Además se puso un abrigo hecho con trozos de las mejores pieles del reino, y una vez preparada huyó al bosque.
Estuvo andando y andando durante varios días y alimentándose de los frutos que encontraba. Ya no sabía qué día era ni tampoco si se había alejado demasiado del reino de su padre, pero aun así sólo paró para dormir y descansar.
Una mañana, mientras recogía frutos del suelo escuchó unos perros y unos cazadores muy próximos a donde ella estaba. Muerta de miedo, se escondió entre las raíces de los árboles que sobresalían de la tierra esperando a que se alejaran. Sintió que un perro la olfateaba y finalmente los cazadores la encontraron. La dijeron de llevarla a palacio para que se aseara y la llevaran a su casa. Ella, asustada por volver a su casa, dijo que no recordaba donde vivía, pero igualmente y tras la insistencia de los cazadores aceptó la propuesta.
Una vez en el castillo ajeno, se aseó y se presentó frente a la ama de llaves. La dijo que no sabía de dónde procedía y tampoco cuál era su nombre, y el ama de llaves la aceptó y la encargó la limpieza de los cuartos ya que era una tarea sencilla.
Pasaron los días y las semanas, y la joven no conocía aún quien vivía en aquel castillo. Tampoco dijo su nombre real y es por ello por lo que la llamaron Toda clase de pieles. Una mañana, mientras hacía su trabajo se asomó por la ventana y descubrió al príncipe que vivía ahí. Un joven apuesto, alto y guapo. Toda clase de pieles se asomaba todos los días a la misma hora para poder ver al príncipe que le robó el corazón, pero que nunca podría casarse con él.
Así volvieron a pasar los días hasta que Toda clase de pieles se enteró de que habría una gran fiesta que duraría dos días en el castillo para que el príncipe buscara una prometida con la que casarse. Una mañana mientras la joven arreglaba los aposentos del príncipe, decidió dejar encima de la almohada uno de los pendientes de plata que su madre le regaló antes de morir. Al día siguiente hizo lo mismo con el otro pendiente y, al tercer día, cuando dejó el anillo de bodas, el príncipe entró sorprendiéndola. Ella, asustada, agachó la cabeza con las manos detrás, y él preguntó por el anillo. La joven dijo no saber nada y el príncipe la dejó ir.
La mañana del primer día de la fiesta, Toda clase de pieles pidió e insistió a su superiora para poder ver cómo era la fiesta y esta, al ver su insistencia, le permitió que fuera pero sin que nadie la reconociera. La joven entusiasmada fue a sus aposentos, se quitó las ropas así como la tela de su cabello, se lavó y se puso el vestido de la mejor seda del mundo. Además, se soltó el pelo y se lo peinó hasta que quedó como la princesa que era.
Bajó hasta los salones y entró sola observando todo lo que tenía a su alrededor. El príncipe nada más ver sus cabellos dorados se fijó en ella cautivado. Dejando de lado los invitados que saludaba, fue directamente hacia ella y la preguntó por su nombre así como de donde venía. Ella, dando intriga a la presentación, apenas contestó con respuestas generales. El príncipe, incapaz de soltarla, bailó con ella el resto de la fiesta. Pero cuando ya iba a terminar el gran festejo, huyó dejando al príncipe anonadado sin saber que hacer
Toda clase de pieles subió a sus aposentos sin ser vista y volvió a ser aquella sirvienta sin nombre. Al día siguiente, después de hacer sus tareas y volver a insistir a su superior, subió a su alcoba, se lavó, se peinó dejando su gran cabellera suelta y se puso el vestido dorado como el sol. Al igual que pasó con el día anterior, el príncipe nada más verla no la dejó ir. Sin darse cuenta Toda clase de pieles, el príncipe le colocó un anillo en el dedo anular de su mano y la dejó marchar cuando volvió a huir. La joven hizo la misma rutina que la noche anterior y al día siguiente volvió a limpiar los aposentos del príncipe.
Antes de que pudiera terminar, el príncipe entró y no la dejó ir. Antes de que ella escondiera la mano, él vislumbró el anillo en su dedo y se lo comunicó. Ella no se había fijado y quedó muy sorprendida. Al final le dijo toda la verdad: de dónde venía, por qué huyó y que era ella la que le dejó los pendientes y el anillo de su madre. El príncipe la dijo que no importaba de dónde venía ni quien era, sólo le importaba que era ella la mujer con quien se iba a casar.
Muy bien.
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